Caminamos por la vida y a lo largo del sendero vamos encontrando
miles de objetos, plantas, insectos, animales más complejos, hombres
y mujeres. Cada uno nos dice algo distinto. Algunos seres, como las
baldosas del suelo, apenas sí entran un instante en el ángulo visual
de nuestra retina para desaparecer, humildemente, tras las pisadas de
nuestros zapatos. Otros seres, como un mosquito molesto en una noche
de bochorno, nos impacientan y nos inquietan, nos despiertan y nos
hacen estallar en palabras de queja o de rabia desesperada. Otros
seres, simplemente, parecen callar, y pasamos junto a ellos casi sin
percibir su existencia…
Sin embargo, ninguno de nosotros puede pasar ante un enfermo o un
pobre arrojado en un blanco lecho de hospital o en una sucia esquina
de la calle sin notar que algo se mueve en nuestro interior. Cada
persona que sufre nos interpela y nos llama a algo. No podemos ser
indiferentes a su dolor. Sus heridas y sus muecas de angustia, en
cierto sentido, se marcan en nuestro corazón y nos gritan de modo
constante.
Los ojos de los enfermos, especialmente de los más graves, tienen una
luz especial. Hay algo de crepúsculo, de viola y de gris, de océano
agitado por el viento, de borrasca marinera o de paz de llano fresco,
tras esas pupilas que se fijan en un punto desconocido de la
habitación o de la calle.
El enfermo llama como nadie a nuestras vidas. Parece que necesita
algo, si es que no tenemos que decir que necesita a alguien… No se
contenta ni con una caricia, ni con una palabra, ni con un beso. Nos
necesita enteros, sin partes. Estar con él, ser suyos, dejarnos
poseer por quien, en el fondo, nos pide sólo amor y cercanía.
Se habla mucho del dolor humano. Se gradúan cada año miles de
médicos. Se construyen nuevos hospitales. Pero la soledad de un
enfermo sólo puede apagarse con la esperanza de que la puerta se abra
para dejar pasar un rostro sonriente de un amigo sincero, de un
familiar fiel y constante, de un médico que hable con claridad y
afecto, de un sacerdote que traiga un poco de fe y de esperanza.
Se habla mucho del deseo de la muerte y de la desesperación de muchos
enfermos terminales. No se habla tanto, en cambio, de la
desesperación y la amargura de quien ve sufrir y morir al ser amado.
La muerte no puede ser nunca un asunto estrictamente personal: cuando
uno muere morimos un poco todos. Su partida es nuestra partida. Pero
mientras comparta nuestro mismo aire y pueda mirarnos con sus ojos
quietos no podremos dejarlo solo. Su sufrir es también nuestro:
sufrimos con él, y su vida doliente entra en nuestro corazón y se
hace herida abierta. Herida que es suya y que es nuestra.
Quien se da a un enfermo no pierde. Gana, porque el enfermo ha sido
abrazado con afecto. El amor puede curar más que muchos antibióticos
dados, a veces, con la frialdad de la técnica. Puede curarle a él y
curarnos a nosotros mismos, porque entonces, y sólo entonces,
podremos construir un mundo más humano.
miles de objetos, plantas, insectos, animales más complejos, hombres
y mujeres. Cada uno nos dice algo distinto. Algunos seres, como las
baldosas del suelo, apenas sí entran un instante en el ángulo visual
de nuestra retina para desaparecer, humildemente, tras las pisadas de
nuestros zapatos. Otros seres, como un mosquito molesto en una noche
de bochorno, nos impacientan y nos inquietan, nos despiertan y nos
hacen estallar en palabras de queja o de rabia desesperada. Otros
seres, simplemente, parecen callar, y pasamos junto a ellos casi sin
percibir su existencia…
Sin embargo, ninguno de nosotros puede pasar ante un enfermo o un
pobre arrojado en un blanco lecho de hospital o en una sucia esquina
de la calle sin notar que algo se mueve en nuestro interior. Cada
persona que sufre nos interpela y nos llama a algo. No podemos ser
indiferentes a su dolor. Sus heridas y sus muecas de angustia, en
cierto sentido, se marcan en nuestro corazón y nos gritan de modo
constante.
Los ojos de los enfermos, especialmente de los más graves, tienen una
luz especial. Hay algo de crepúsculo, de viola y de gris, de océano
agitado por el viento, de borrasca marinera o de paz de llano fresco,
tras esas pupilas que se fijan en un punto desconocido de la
habitación o de la calle.
El enfermo llama como nadie a nuestras vidas. Parece que necesita
algo, si es que no tenemos que decir que necesita a alguien… No se
contenta ni con una caricia, ni con una palabra, ni con un beso. Nos
necesita enteros, sin partes. Estar con él, ser suyos, dejarnos
poseer por quien, en el fondo, nos pide sólo amor y cercanía.
Se habla mucho del dolor humano. Se gradúan cada año miles de
médicos. Se construyen nuevos hospitales. Pero la soledad de un
enfermo sólo puede apagarse con la esperanza de que la puerta se abra
para dejar pasar un rostro sonriente de un amigo sincero, de un
familiar fiel y constante, de un médico que hable con claridad y
afecto, de un sacerdote que traiga un poco de fe y de esperanza.
Se habla mucho del deseo de la muerte y de la desesperación de muchos
enfermos terminales. No se habla tanto, en cambio, de la
desesperación y la amargura de quien ve sufrir y morir al ser amado.
La muerte no puede ser nunca un asunto estrictamente personal: cuando
uno muere morimos un poco todos. Su partida es nuestra partida. Pero
mientras comparta nuestro mismo aire y pueda mirarnos con sus ojos
quietos no podremos dejarlo solo. Su sufrir es también nuestro:
sufrimos con él, y su vida doliente entra en nuestro corazón y se
hace herida abierta. Herida que es suya y que es nuestra.
Quien se da a un enfermo no pierde. Gana, porque el enfermo ha sido
abrazado con afecto. El amor puede curar más que muchos antibióticos
dados, a veces, con la frialdad de la técnica. Puede curarle a él y
curarnos a nosotros mismos, porque entonces, y sólo entonces,
podremos construir un mundo más humano.
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