Fuente de la fotografia: Pulo- http://loscuatroelementos.wordpress.com/
Nos dijeron que los bebés nacen con el pecado original, por eso hay
que bautizarlos, para borrárselos.
Pero la verdad original es la revés.
De hecho, los únicos que no viven con el pecado original son los bebés
que nacen puros, como Dios los mandó a la tierra. Ellos vibran en la
Ley del Amor. Igual que el mar, las montañas, los ríos, los animales y
toda la naturaleza.
Todos los demás somos los que portamos el pecado original: la cruz de la razón.
La cruz de las culpas, los arrepentimientos y los rencores. La cruz
del drama y el sufrimiento usurpando la realidad de nuestro verdadero
papel en el juego de la vida.
La depresión ocupando la silla de la alegría. El pesimismo ocultando
el poder de la fe. El miedo echado en el lecho del amor.
Eso es vivir en el pecado original, desconectado de la luz del Creador.
Un bebé es puro hasta que crece y de niño le imponen el uso de la
razón. Es cuando se separa de la ley del amor, para obedecer las
reglas de la razón. Empiezan los miedos, las culpas, las cargas, y se
va minimizando la inocencia.
La malicia es lo contrario a la inocencia. Querer tener la razón es un
acto de malicia, nunca de inocencia.
Y el amor es inocente, la paz también, igual que la alegría. Un bebé
es puro corazón. No hay bebés malditos.
La razón es una preocupación constante, el Jesús en la boca de las
abuelas. Y preocuparse es, en realidad, rezar para que suceda lo que
no quieres.
En cambio, el corazón es un acto creativo de amor. Uno es lo que cree.
Y lo que crea. Uno es el responsable.
La historia es al revés: somos los creadores de la realidad, no sus
víctimas. El pecado original es vivir subyugado a las tinieblas de las
falsas creencias del ego y su razón absoluta.
Ser niños otra vez, ese es el renacimiento de la humanidad: vivir,
vibrando de alegría, bajo la luz de la Ley del Amor.
Nos dijeron que los bebés nacen con el pecado original, por eso hay
que bautizarlos, para borrárselos.
Pero la verdad original es la revés.
De hecho, los únicos que no viven con el pecado original son los bebés
que nacen puros, como Dios los mandó a la tierra. Ellos vibran en la
Ley del Amor. Igual que el mar, las montañas, los ríos, los animales y
toda la naturaleza.
Todos los demás somos los que portamos el pecado original: la cruz de la razón.
La cruz de las culpas, los arrepentimientos y los rencores. La cruz
del drama y el sufrimiento usurpando la realidad de nuestro verdadero
papel en el juego de la vida.
La depresión ocupando la silla de la alegría. El pesimismo ocultando
el poder de la fe. El miedo echado en el lecho del amor.
Eso es vivir en el pecado original, desconectado de la luz del Creador.
Un bebé es puro hasta que crece y de niño le imponen el uso de la
razón. Es cuando se separa de la ley del amor, para obedecer las
reglas de la razón. Empiezan los miedos, las culpas, las cargas, y se
va minimizando la inocencia.
La malicia es lo contrario a la inocencia. Querer tener la razón es un
acto de malicia, nunca de inocencia.
Y el amor es inocente, la paz también, igual que la alegría. Un bebé
es puro corazón. No hay bebés malditos.
La razón es una preocupación constante, el Jesús en la boca de las
abuelas. Y preocuparse es, en realidad, rezar para que suceda lo que
no quieres.
En cambio, el corazón es un acto creativo de amor. Uno es lo que cree.
Y lo que crea. Uno es el responsable.
La historia es al revés: somos los creadores de la realidad, no sus
víctimas. El pecado original es vivir subyugado a las tinieblas de las
falsas creencias del ego y su razón absoluta.
Ser niños otra vez, ese es el renacimiento de la humanidad: vivir,
vibrando de alegría, bajo la luz de la Ley del Amor.
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