Para ayudar a quien está sufriendo generalmente basta con escuchar. No es necesario nada más. Sólo abrir nuestro ser de modo que quien sufre pueda compartir su dolor. Al cultivar el escuchar estamos desarrollando el verdadero sentido de la de la compasión.
En la cultura occidental, es común guardar el dolor para nosotros mismos. Cuanto mayor es el sufrimiento, más tendemos a aislarnos. Nos han enseñado a hacerlo de ese modo, a soportar el dolor en privado, a mantenerlo adentro y a continuar con nuestras vidas. Y aquellos que no hemos sufrido directamente el trauma actuamos a menudo de manera que mantenemos a los que sufren en silencio. No deseamos oír sus historias porque no sabríamos qué decir. Cuando otros expresan su dolor, su pena, su pérdida, su desesperación, sentimos que debemos repararla de alguna manera o hacer que ésta desaparezca. Creemos que debemos responder con una solución, creemos que no basta con sólo escuchar.
Estas son las cargas culturales de la formación en la sociedad occidental. Deseamos conseguir que la vida sea dócil y cómoda, tener constantemente una vida que mejore. Si algo anda mal, lo internalizamos como nuestra culpa. Cuando alguien comparte sus aflicciones, pensamos que tenemos que arreglarlas. Hemos perdido los procesos y los ritos mediante los cuales la gente se entristece en comunidad, en que nos reunimos, no para cambiar la vida sino que simplemente para experimentarla. Hemos olvidado cómo caminar por la vida juntos, con sus grandes ciclos de oscuridad y caos seguidos por el renacimiento y la luz.
No socorremos a otros siendo silenciosos. La trágica ironía es que causamos más dolor en aquellos que estamos intentando amparar. Aquellos padres que permanecen silenciosos ante el sufrimiento, con el fin de proteger a sus niños, terminan provocando profundas cicatrices emocionales en sus hijos. Durante la investigación hecha sobre la segunda generación de los sobrevivientes del holocausto - los hijos de quienes sobrevivieron a los campos de concentración - el efecto del silencio se hizo evidente. Cuando los padres habían protegido a sus niños y nunca les habían dicho los detalles del horror que habían experimentado, los niños crecieron con depresión y, en algunos casos, terminaron por suicidarse. Los niños conocen los secretos de sus padres. Intuyen que algo muy importante no se está compartiendo. No tienen medios para interpretar la sensación de que algo anda terriblemente mal. Así pues, como niños que son, asumen la responsabilidad de estas malas sensaciones. Cuando maduran, esta autocondena se manifiesta como depresión y, en ocasiones, como autodestrucción. El antídoto para estos niños es oír las historias, romper el silencio. Si son adultos y sus padres han muerto, necesitan oír las historias de otros sobrevivientes de la generación de sus padres.
Hay otras razones por las que debemos encontrar maneras de romper el silencio. Cuando la gente cuenta sus historias, son capaces de sanarse a sí mismos. El acto de contar nuestra historia, así como sentir que nos están escuchando, es una de las formas más elementales de sanción.
Una joven sudafricana nos dio una lección profunda sobre el escuchar. Ella se sentó en un círculo compuesto por mujeres de muchas naciones y cada mujer tenía la oportunidad de contar una historia de su vida. Cuando le tocó a ella, comenzó a balbucear una historia de verdadero horror, acerca de cómo ella había encontrado a sus abuelos asesinados en su aldea.
Muchas de las mujeres eran occidentales y, en la presencia de tal dolor, desearon por instinto hacer algo. Desearon reparar, mejorar, hacer algo para remover el dolor de aquella tragedia de una vida tan joven. La joven sentía su compasión pero también los sentía cerrándose. Ella puso las manos hacia arriba, como para rechazarles los deseos de ayudar. Dijo: "no necesito que me mejoren. Sólo necesito que me escuchen".
Eso es todo lo que necesitamos hacer: escuchar. No juzgar, ni recomendar, ni reparar. Sólo escuchar, conocer el dolor, manteniendo nuestros corazones abiertos. Parker Palmer lo dijo maravillosamente: "el alma no necesita ser reparada o ser protegida. Necesita ser recibida".
¿Qué podemos hacer para acoger a quienes estén sufriendo entre nosotros? ¿Cómo podemos hacer para invitarlos a que nos cuenten sus historias y nos revelen su dolor? Aquí hay sólo algunas sugerencias:
Podemos estar seguros que eventos gatillantes, como el primer aniversario de una tragedia, haga resurgir profundas emociones. Podemos cerciorarnos de estar disponibles para esos aniversarios y ofrecernos como compañeros silenciosos, dispuestos a escuchar.
Podemos compartir nuestra propia vulnerabilidad como forma de preparar otros para compartir la suya.
Si alguien comienza a contar su historia, podemos abstenernos de emitir comentarios, de aconsejar, o de interrumpirlos. Podemos ejercitar la disciplina del buen escuchar y la fe en que eso es suficiente para sanar. No ayuda decirle "sé exactamente lo que sientes" o " también tuve esa experiencia una vez". La disciplina consiste sólo en sentarse allí, con nuestros corazones abiertos, absorbiendo su historia en nuestro ser.
Ayuda el visualizar la historia como alguien que está allí entre nosotros. La historia es cuál es, no requiere comentarios o de interpretación.
Al concluir la historia, podemos expresar nuestra gratitud por haberla compartido. Y podemos ofrecernos para escuchar de nuevo otra historia que necesite ser contada.
Si podemos ser buenos oyentes, descubriremos que es posible que la gente se sane a sí misma. Durante las audiencias dela Comisión de Verdad y Reconciliación en Sudáfrica, muchos de los que los atestiguaron las atrocidades que habían soportado durante el apartheid señalaron haber sido sanados por su propio testimonio porque sabían que la nación escuchaba.
Un joven que quedó ciego cuando un policía le disparó en la cara a corta distancia dijo: "siento que lo que me ha devuelto la vista ha sido venir aquí y contar mi historia. Siento que lo que me ha estado haciendo daño todo este tiempo es el hecho de que no podía contarla. Pero ahora siento como si hubiera recuperado la vista por el sólo hecho de haber venido aquí y relatarla".
Ojalá rompamos el silencio de modo que aquellos más lastimados puedan sanar.
En la cultura occidental, es común guardar el dolor para nosotros mismos. Cuanto mayor es el sufrimiento, más tendemos a aislarnos. Nos han enseñado a hacerlo de ese modo, a soportar el dolor en privado, a mantenerlo adentro y a continuar con nuestras vidas. Y aquellos que no hemos sufrido directamente el trauma actuamos a menudo de manera que mantenemos a los que sufren en silencio. No deseamos oír sus historias porque no sabríamos qué decir. Cuando otros expresan su dolor, su pena, su pérdida, su desesperación, sentimos que debemos repararla de alguna manera o hacer que ésta desaparezca. Creemos que debemos responder con una solución, creemos que no basta con sólo escuchar.
Estas son las cargas culturales de la formación en la sociedad occidental. Deseamos conseguir que la vida sea dócil y cómoda, tener constantemente una vida que mejore. Si algo anda mal, lo internalizamos como nuestra culpa. Cuando alguien comparte sus aflicciones, pensamos que tenemos que arreglarlas. Hemos perdido los procesos y los ritos mediante los cuales la gente se entristece en comunidad, en que nos reunimos, no para cambiar la vida sino que simplemente para experimentarla. Hemos olvidado cómo caminar por la vida juntos, con sus grandes ciclos de oscuridad y caos seguidos por el renacimiento y la luz.
No socorremos a otros siendo silenciosos. La trágica ironía es que causamos más dolor en aquellos que estamos intentando amparar. Aquellos padres que permanecen silenciosos ante el sufrimiento, con el fin de proteger a sus niños, terminan provocando profundas cicatrices emocionales en sus hijos. Durante la investigación hecha sobre la segunda generación de los sobrevivientes del holocausto - los hijos de quienes sobrevivieron a los campos de concentración - el efecto del silencio se hizo evidente. Cuando los padres habían protegido a sus niños y nunca les habían dicho los detalles del horror que habían experimentado, los niños crecieron con depresión y, en algunos casos, terminaron por suicidarse. Los niños conocen los secretos de sus padres. Intuyen que algo muy importante no se está compartiendo. No tienen medios para interpretar la sensación de que algo anda terriblemente mal. Así pues, como niños que son, asumen la responsabilidad de estas malas sensaciones. Cuando maduran, esta autocondena se manifiesta como depresión y, en ocasiones, como autodestrucción. El antídoto para estos niños es oír las historias, romper el silencio. Si son adultos y sus padres han muerto, necesitan oír las historias de otros sobrevivientes de la generación de sus padres.
Hay otras razones por las que debemos encontrar maneras de romper el silencio. Cuando la gente cuenta sus historias, son capaces de sanarse a sí mismos. El acto de contar nuestra historia, así como sentir que nos están escuchando, es una de las formas más elementales de sanción.
Una joven sudafricana nos dio una lección profunda sobre el escuchar. Ella se sentó en un círculo compuesto por mujeres de muchas naciones y cada mujer tenía la oportunidad de contar una historia de su vida. Cuando le tocó a ella, comenzó a balbucear una historia de verdadero horror, acerca de cómo ella había encontrado a sus abuelos asesinados en su aldea.
Muchas de las mujeres eran occidentales y, en la presencia de tal dolor, desearon por instinto hacer algo. Desearon reparar, mejorar, hacer algo para remover el dolor de aquella tragedia de una vida tan joven. La joven sentía su compasión pero también los sentía cerrándose. Ella puso las manos hacia arriba, como para rechazarles los deseos de ayudar. Dijo: "no necesito que me mejoren. Sólo necesito que me escuchen".
Eso es todo lo que necesitamos hacer: escuchar. No juzgar, ni recomendar, ni reparar. Sólo escuchar, conocer el dolor, manteniendo nuestros corazones abiertos. Parker Palmer lo dijo maravillosamente: "el alma no necesita ser reparada o ser protegida. Necesita ser recibida".
¿Qué podemos hacer para acoger a quienes estén sufriendo entre nosotros? ¿Cómo podemos hacer para invitarlos a que nos cuenten sus historias y nos revelen su dolor? Aquí hay sólo algunas sugerencias:
Podemos estar seguros que eventos gatillantes, como el primer aniversario de una tragedia, haga resurgir profundas emociones. Podemos cerciorarnos de estar disponibles para esos aniversarios y ofrecernos como compañeros silenciosos, dispuestos a escuchar.
Podemos compartir nuestra propia vulnerabilidad como forma de preparar otros para compartir la suya.
Si alguien comienza a contar su historia, podemos abstenernos de emitir comentarios, de aconsejar, o de interrumpirlos. Podemos ejercitar la disciplina del buen escuchar y la fe en que eso es suficiente para sanar. No ayuda decirle "sé exactamente lo que sientes" o " también tuve esa experiencia una vez". La disciplina consiste sólo en sentarse allí, con nuestros corazones abiertos, absorbiendo su historia en nuestro ser.
Ayuda el visualizar la historia como alguien que está allí entre nosotros. La historia es cuál es, no requiere comentarios o de interpretación.
Al concluir la historia, podemos expresar nuestra gratitud por haberla compartido. Y podemos ofrecernos para escuchar de nuevo otra historia que necesite ser contada.
Si podemos ser buenos oyentes, descubriremos que es posible que la gente se sane a sí misma. Durante las audiencias de
Un joven que quedó ciego cuando un policía le disparó en la cara a corta distancia dijo: "siento que lo que me ha devuelto la vista ha sido venir aquí y contar mi historia. Siento que lo que me ha estado haciendo daño todo este tiempo es el hecho de que no podía contarla. Pero ahora siento como si hubiera recuperado la vista por el sólo hecho de haber venido aquí y relatarla".
Ojalá rompamos el silencio de modo que aquellos más lastimados puedan sanar.
Margaret Wheatley
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